Segundo domingo de Adviento

Este segundo domingo de Adviento abre una semana en la que se nos invita a estar en vela, a través de un anhelo de permanente conversión del corazón. Durante el camino de nuestra vida podremos ir convirtiéndonos, rectificando su rumbo si se desvía, y en este domingo y su semana se nos invita a que lo hagamos de un modo más profundo, como preparación de la venida –navideña– del Señor.

En la liturgia de la palabra de la Misa de este domingo se nos sugiere preparar lo mejor posible el camino que conduce a Jesús, desprendiéndonos de todo lo que obstaculice esa venida de Dios que esperamos. Se alude al cielo nuevo y la nueva tierra que significa contar con Jesucristo, a su llegada hace XXI siglos y cada día, también a fecha de hoy, presente en nuestras almas en gracia y eminentemente en la Eucaristía.

Las referencias escriturísticas al desierto quieren recordarnos el distanciamiento que conviene lograr de todo aquello que nos aleje del amor de Dios. Y sabemos que alejarnos del amor de Dios es alejarnos del amor al prójimo.

La alegría del perdón de Dios

Pero la Iglesia nos recuerda que siempre hay remedio, y que si nos hemos separado de Dios podemos volver a Él a través del sacramento de la confesión sacramental, o sacramento de la alegría o del perdón.

Dios ama siempre, queramos a no pedirle perdón, reconozcamos o no que le hemos ofendido.

Y Dios ha dispuesto perdonar al hombre de sus pecados a través de uno de los siete sacramentos, que instituyó y confió a los apóstoles al inicio de la Iglesia y luego a sus sucesores –los obispos y colaboradores, los sacerdotes– para ser instrumentos de su misericordia, quienes actúan en la persona de Cristo. Así, obtenemos el perdón de Dios a través de hombres que en ese momento son el mismo Jesús, pues solo Dios puede perdonar los pecados, y en su sabiduría infinita ha dispuesto que así sea.

En el gesto de acudir al sacerdote para confesarme hay una objetividad que verifica que me llegue la gracia del perdón divino y así pueda limpiarse el alma del pecado.

Para una buena confesión tradicionalmente se nos ha animado a examinar la conciencia en la presencia de Dios, dolernos de haberle ofendido, proponernos firmemente mejorar, decir los pecados al confesor íntegra y sinceramente, y cumplir la penitencia que nos imponga. Y junto a ello la grata actitud de dejarse sorprender, asombrar, por un Dios que ama y sólo ama.

No se trata, lo sabemos, de ser impecables, pues eso es un sueño ilusorio. Desde que somos concebidos heredamos el pecado original cometido por nuestros primeros padres, y aunque al ser bautizados se nos borra, de por vida tendremos la inclinación al pecado, que muchas veces vencerá sobre el bien, sobre el amor. Así, de lo que se trata es de levantarse una y mil veces, abrazar el perdón amoroso de Dios, que, como buen padre, siempre nos lo dispensa gratuita y misericordiosamente.