Queridos amigos: os pido que por favor leais este dicurso, pues me lo vais a agradecer. Es algo que ayuda mucho a crear pensamiento y argumentos en estos tiempos de cabezas huecasy argumentos falaces. Merece la pena.
+José L. Morrás-Etayo
Extracto del discurso pronunciado en
San Juan de Letrán, Roma,de la que es canónigo como Presidente de la República Francesa, el
20 de diciembre de 2007
Al venir esta tarde a San Juan de Letrán y aceptar el título de
canónigo de esta basílica, conferido por primera vez a Enrique IV y transmitido
desde entonces a casi todos los jefes de Estado franceses, asumo plenamente el
pasado de Francia y ese lazo tan particular que durante tanto tiempo ha unido a
nuestra nación con la Iglesia.
Fue con el bautismo de Clodoveo como Francia se convirtió en hija
primogénita de la Iglesia. Esos son los hechos. Al hacer de Clodoveo el primer
soberano cristiano, este acontecimiento
tuvo consecuencias
importantes para el destino de Francia y para la cristianización de
Europa. En múltiples ocasiones
después, a lo largo de su historia, los
soberanos franceses tuvieron ocasión de manifestar la profundidad del vínculo
que les ligaba a la iglesia y a los
sucesores de Pedro. Tal fue el caso de la conquista por Pipino el Breve
de los primeros estados pontificios o de la creación ante el Papa de nuestra
más antigua representación diplomática.
Más allá de los
hechos históricos, si Francia mantiene con la sede
apostólica una relación tan particular es sobre todo porque
la fe cristiana ha penetrado en profundidad la sociedad francesa, su cultura, sus
paisajes, su forma de vivir, su arquitectura, su literatura. Las raíces de
Francia son esencialmente cristianas. Y Francia ha aportado a la irradiación
del cristianismo una contribución excepcional. Contribución espiritual y moral
por la fuerza de santos y santas de universal alcance: San Bernardo de
Claraval, San Luis, San Vicente de Paul, Santa Bernadette de Lourdes,
Santa Teresa de Lisieux… Contribución
literaria y artística: de Couperin a Peguy, de Claudel a Bernanos, Vierne,
Poulen, Duruflé, Mauriac o Messiaen. Contribución intelectual, tan querida a Benedicto XVI: Pascal,
Bossuet, Maritain, Mounier, Lubac, Girard… Permítaseme también mencionar la aportación
determinante de Francia a la arqueología bíblica y eclesial, aquí en
Roma, pero también en Tierra Santa, así como a la exégesis bíblica, en
particular con la escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén.
Las raíces cristianas de Francia son también visibles en esos
símbolos que son los establecimientos píos, la misa anual de Santa Lucía
y la de la capilla de Santa Petronila. Y luego está además, por supuesto,
esta tradición que hace del presidente de la republica francesa, canónigo
de honor de San Juan de Letrán. Esto no es cualquier cosa: es la catedral
del Papa, es la «cabeza y madre de todas
las iglesias de Roma y del mundo», es una iglesia inscrita en el
corazón de los romanos. Que Francia esté
unida a la iglesia católica por este
título simbólico, es la huella de esta historia común donde
el cristianismo ha contado mucho para
Francia y Francia ha contado mucho para
el cristianismo. Y es así como, con toda naturalidad, he venido
yo, como antes el general de Gaulle,
Giscard d' Estaing y más recientemente Jacques Chirac, a inscribirme felizmente en esta tradición.
Tanto como el bautismo de Clodoveo, la laicidad es igualmente un hecho incontestable
en nuestro país. Conozco bien los sufrimientos que su ejecución provocó
en Francia entre los católicos, entre los sacerdotes, entre las
congregaciones, antes de 1905. Sé
también que la interpretación de aquella ley de 1905 como un texto de
libertad, de tolerancia y de neutralidad es en parte una reconstrucción
retrospectiva del pasado. Fue sobre todo por su sacrificio en las trincheras de la Gran
Guerra, compartiendo los sufrimientos de sus conciudadanos, como los sacerdotes y religiosos
de Francia desarmaron al
anticlericalismo, y fue su inteligencia común lo que permitió a
Francia y a la Santa Sede superar sus
querellas y restablecer sus relaciones.
Nadie cuestiona ya que el régimen francés de laicidad es hoy una
libertad: libertad de creer o no creer, de
practicar una religión y de cambiarla por otra, de no ser afectado
en su conciencia por prácticas
ostentatorias, libertad para los padres de hacer que se dé a sus hijos una
educación conforme a sus convicciones, libertad de no ser discriminado
por la administración en función de las propias creencias.
Francia ha cambiado mucho. Los
franceses tienen convicciones más diversas que antes. A partir de
ahí la laicidad se ha afirmado como una
necesidad y una oportunidad. Se ha
convertido en una condición de la paz civil. Y por eso el pueblo
francés ha sido tan ardiente para
defender la libertad escolar como para desear la prohibición de signos ostentatorios en la escuela.
Siendo así, la laicidad no podría ser la
negación del pasado. La laicidad no puede
cortarle a Francia sus raíces cristianas. Ha intentado hacerlo; no
habría debido. Como Benedicto XVI, yo considero que una nación que ignora
la herencia ética, espiritual, religiosa
de su historia, comete un crimen
contra su cultura, contra esa mezcla de historia, patrimonio, arte
y tradiciones populares que impregnan
tan profundamente nuestra manera de
vivir y de pensar. Arrancar la raíz es perder la
significación, es debilitar el
cimiento de la identidad nacional y secar aún más las relaciones
sociales, que tanta necesidad tienen de símbolos de memoria.
Por eso debemos mantener juntos los
dos extremos de la cadena: asumir las raíces cristianas de Francia
e incluso revalorizarlas, sin dejar de defender
una laicidad que al fin ha llegado a su
madurez. Ese es el sentido de mi presencia en San Juan de Letrán. Ha llegado el tiempo de que, en
un mismo espíritu, las religiones, y
en particular la católica, que es
nuestra religión mayoritaria, y todas las fuerzas vivas de la
nación miren juntas a los desafíos del
futuro y no sólo a las heridas del
pasado. Comparto el juicio del
Papa cuando considera, en su última encíclica, que la esperanza es una de las cuestiones más importantes de
nuestro tiempo. Desde el Siglo de las Luces,
Europa ha experimentado muchas ideologías. Ha puesto sucesivamente sus esperanzas en la
emancipación de los individuos, en la
democracia, en el progreso técnico, en la mejora de las condiciones económicas y sociales, en la moral laica. Se
extravió gravemente en el comunismo y en
el nazismo.
Ninguna de estas diferentes perspectivas –que evidentemente no
pongo en el mismo plano– ha estado en condiciones de satisfacer la necesidad profunda de
hombres y mujeres de encontrar un
sentido a la existencia.
Por supuesto, fundar una familia,
contribuir a la investigación científica, enseñar, combatir por ideas,
en particular si son las de la dignidad humana, dirigir un país, todo eso
podría dar sentido a una vida.
Esas son las pequeñas y grandes esperanzas «que día a día nos mantienen
en camino», para retomar los propios términos
de la encíclica del Santo Padre. Pero ellas no responden por sí mismas
a las preguntas fundamentales del ser
humano sobre el sentido de la vida y el misterio de la muerte.
No saben explicar lo que pasa antes de la vida y lo que pasa después de la muerte. Estas
preguntas se las han hecho todas las civilizaciones en todos los tiempos. No
han perdido ni un ápice de su pertinencia. Al contrario.
Las facilidades materiales cada vez mayores de los países
desarrollados, el frenesí del consumo, la acumulación de bienes, subrayan cada
día más la aspiración profunda de las
mujeres y los hombres a una dimensión que les supere, porque esa aspiración nunca ha estado menos satisfecha
que hoy."
Cuando las esperanzas se realizan –dice Benedicto XVI– se revela claramente
que en realidad eso no es todo. Parece evidente que el hombre tiene necesidad
de una esperanza que vaya más allá. Parece evidente que sólo puede bastarle
algo infinito, algo que siempre será lo que él nunca podrá alcanzar. […] Si no
podemos esperar más que lo accesible, ni
más que lo que podamos aguardar de las
autoridades políticas y económicas, nuestra vida se reducirá a una vida
privada de esperanza». O también, como escribía Heráclito, «si no esperamos lo inesperable, no lo reconoceremos
cuando llegue».
Mi convicción profunda, de la que he hablado sobre todo en el libro de
entrevistas que publiqué sobre la República, las religiones y la esperanza,
es que la frontera entre la fe y la
no-creencia no está y nunca estará entre quienes creen y quienes no creen,
porque en realidad pasa a través de cada uno de nosotros. Incluso quien afirma
no creer, no puede negar que se hace preguntas sobre lo esencial. El hecho
espiritual es la tendencia natural de todos los hombres a buscar una
trascendencia. El hecho religioso es la respuesta de las religiones a esta
aspiración fundamental.
Ahora bien, durante mucho tiempo la república laica subestimó la importancia
de la aspiración espiritual. Incluso tras el restablecimiento de las relaciones
diplomáticas entre Francia y la Santa Sede, se mostró más desconfiada que
benevolente respecto a los cultos. Cada vez que dio un paso hacia las
religiones, ya se tratara del
reconocimiento de las asociaciones diocesanas, de la cuestión escolar, de las
congregaciones, dio la impresión de que actuaba así porque no podía hacerlo de
otro modo.
Hasta 2002 no aceptó el principio de un diálogo institucional regular
con la Iglesia Católica. Que se me permita recordar también las virulentas críticas
de que fui objeto por la creación del consejo francés del culto musulmán. Aún
hoy, la República mantiene a las congregaciones bajo una forma de tutela,
rehúsa reconocer carácter cultual a la acción caritativa o a los medios de
comunicación de las iglesias, de mala gana reconoce el valor de los títulos
otorgados por los establecimientos de enseñanza superior católicos (aunque
la convención de Bolonia los prevé), ni concede ningún valor a los diplomas de
teología. Creo que esta situación es dañina para nuestro país. Por supuesto,
los que no creen deben ser protegidos de toda forma de intolerancia y de
proselitismo. Pero un hombre que cree, es un hombre que espera. Y el interés de
la República es que haya muchos hombres y mujeres que esperan. La desafección
progresiva de las parroquias rurales, el desierto espiritual de los barrios
periféricos, la desaparición de los patronazgos y la carestía de sacerdotes no
han hecho más felices a los franceses. Es > una evidencia.
Y además quiero decir que, si
incontestablemente existe una moral humana independiente de la moral
religiosa, sin embargo la República tiene interés en que exista también una
reflexión moral inspirada en convicciones religiosas. Primero, porque la moral
laica siempre corre el riesgo de agotarse o de derivar hacia el fanatismo
cuando no va vinculada a una esperanza que llene la aspiración a lo
infinito. Y además, porque una moral desprovista de lazos con la trascendencia
está mucho más expuesta a las contingencias históricas y finalmente a la
fragilidad.
Como escribió Joseph Ratzinger en su obra sobre Europa, «el principio
hoy en curso es que la capacidad del hombre sea la medida de su acción. Lo que
se sabe hacer, se puede hacer». Pero al final el peligro es que el criterio de
la ética ya no sea intentar hacer lo que se debe hacer, sino hacer todo aquello
que sea posible hacer. Es una enorme cuestión.
En la República laica, un político como yo no puede decidir en función
de consideraciones religiosas. Pero es importante que su reflexión y su conciencia
estén iluminadas sobre todo por juicios que hacen referencia a normas y
convicciones libres de contingencias inmediatas. Todas las inteligencias, todas
las espiritualidades que existen en nuestro país deben tomar parte en
ello. Seremos más sabios si conjugamos
la riqueza de nuestras diferentes
tradiciones. Por eso voto por el advenimiento de una laicidad positiva,
es decir una laicidad que, siempre velando por la libertad de pensar, de creer
y no creer, no considere que las religiones son un peligro, sino que son un valor.
No se trata de modificar los grandes
equilibrios de la ley de 1905: ni los franceses lo desean, ni las religiones lo
piden. Al contrario, se trata de buscar el diálogo con las grandes religiones
de Francia y de tener como principio el facilitar la vida cotidiana de las
grandes corrientes espirituales, en vez de complicársela.
Para terminar mis palabras quisiera
dirigirme a aquellos de ustedes quese hallan comprometidos en las
congregaciones, en la curia, en el sacerdocio y en el episcopado o que actualmente
siguen su formación de seminarista.
Simplemente querría
comunicarles los sentimientos que me inspira su opción de vida. […] Lo que quiero decirles como
presidente de la República, es la importancia que otorgo a lo que ustedes hacen
y a lo que ustedes son. Su contribución
a la acción caritativa, a la defensa de los
derechos del hombre y de la dignidad humana, al diálogo interreligioso,
a la formación de las inteligencias y de los corazones, a la reflexión
ética y filosófica, es de primera importancia.
Arraiga en lo más profundo de la sociedad francesa, en una diversidad
frecuentemente insospechada, igual que se despliega a través del mundo. […] Al
dar en Francia y en el mundo este testimonio de una vida entregada a los otros
y llena de la experiencia de Dios, crea ustedes esperanza y hacen ustedes que
crezcan los sentimientos más nobles. Es una suerte para nuestro país, y
yo, como presidente, lo considero con mucha atención. En la transmisión de los
valores y en el aprendizaje entre el bien y el mal, el profesor nunca podrá
sustituir al pastor o al cura, porque siempre le faltará la radicalidad del
sacrificio de su vida y el carisma de un compromiso transportado por la esperanza.[…]
En este mundo paradójico, obsesionado por el confort material y que al
mismo tiempo busca cada vez más el sentido y la identidad, Francia necesita
católicos convencidos que no teman afirmar lo que son y en lo que creen. La
campaña electoral del 2007 ha demostrado que los franceses tenían ganas de
política a poco que se les propusiera ideas, proyectos, ambiciones. Mi convicción es que también esperan
espiritualidad, valores, esperanza.[…]
Francia necesita creer de nuevo que
no va a sufrir el futuro, porque va a construirlo. Por eso necesita el
testimonio de aquellos que, impulsados por una esperanza que les trasciende, todas las mañanas se ponen en camino
para construir un mundo más justo y más generoso.
Esta mañana he ofrecido al Santo
Padre dos ediciones originales de Bernanos. Permítanme concluir con Él:
«el futuro es algo que se supera.
No se sufre el futuro, se hace. […] El
optimismo es una falsa esperanza para uso de cobardes […]. La esperanza
es una virtud, una
determinación heroica del alma. La más alta forma de esperanza es la
desesperanza superada».
¡Qué bien comprendo el gusto del
Papa por ese gran escritor que es Bernanos!
Donde quiera que ustedes actúen, en los barrios, en las instituciones,
cerca de los jóvenes, en el diálogo
interreligioso, yo les apoyaré. Francia tiene necesidad de su
generosidad, de su coraje, de su esperanza.
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